Mi padre me observaba. Entendía perfectamente lo que estaba pasando por mi cabeza.
El se iba, su larga enfermedad le avisaba que ya era hora de emprender vuelo. Y yo, allí, pequeña, menuda, empezando apenas a despuntar una adolescencia que clamaba cariño y compañía, y él me dejaba.
Lo supo desde la noche anterior.
Cuando ya en sus continuos delirios veía peces de colores flotando y en el fondo de la habitación la guadaña abriéndole camino; era la señal.
Descansó. De su pena, de su dura lucha diaria contra el bicho que le carcomía por dentro.
Pero yo me quedaba sola. Sin sus grandes manos pecosas . Manos de trabajador y de hombre bueno. Se callaba su voz ronca que resonaba en mis oídos cada vez que dudaba ante algo.
Te fuiste muy pronto. Te perdiste muchas cosas buenas. Y me dejaste sin tus canas, sin tu café cargado a mitad de tarde, sin tus herramientas organizadas y tus zapatos limpios.
Papá.
Una palabra tan corta y tan grande.
Te perdiste la risa limpia de unos nietos maravillosos. El florecer de tu compañera de viaje que siguió viviendo pese a su dolor ,los árboles que abonaste, despuntando al viento regalando flores que te acompañaron en tu viaje apresurado.
Tu mar querido se quedó revuelto y sólo, sin tu caña y tus anzuelos.
Hoy y siempre te traigo a mis días, a mis horas, a mis flaquezas y me cobijo en tus ojos limpios y tu mirada sincera y sé, sin duda alguna, que caminas a mi lado.
Un reconocimiento muy sentido, ante una perdida irreparable.
ResponderEliminarUn respetuoso saludo.