Cuando abría aquella gaveta, salían de allí recuerdos.
Envueltos en polvo y naftalina.
Los escondí un día.
Aquel que decidí continuar serpenteando colinas.
Sabía perfectamente el color de cada uno. Los había amarillos, como el Araguaney
que me vio crecer, los había azules; esos tonos que me encantan, como las playas infinitas donde mi padre pasaba días embelesado con su caña de pescar y los negros nativos sacaban sus tambores para acariciar las noches.
Los había verdes. Tonos escarlatas que me llevaban a esas frías montañas llenas de pinos y flores donde alguna vez me perdía en excursiones sin rumbo.
También habían recuerdos dorados. Como el sol de las tardes cuando se posaba en la azotea para quedarse y calentaba mis huesos y secaba la ropa que cantaba en las cuerdas.
En el rincón, debajo de los pañuelos, se escondían los recuerdos grises. Nunca dejé entrar a los que eran totalmente negros. Sabía que si los dejaba campar, no se irían de vuelta nunca .
De esos grises me llegaban olores de tardes de invierno, cuando la neblina sonreía abrazando los balcones.
Cuantas cosas guardadas en la gaveta.
Perdí la llave. Un día cualquiera. Ahora la podía abrir y cerrar sin tanta ceremonia.
A veces por las noches, los escuchaba revolverse, apretándose, cuchicheando.
Alguna que otra noche, los dejaba salir
a coger aire. A bailar entre mis libros y la lámpara de la mesilla.
¡Maravilloso amiga!
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