Nos acompañó todo el camino el olor a hinojo. Con sus finas varillas de anís regalando dulzura, cuando nuestros cansados pies tropezaban con sus ramas rastreras.
Estaban allí guardando el sendero empolvado de la fina lluvía, de las secas heladas, de calores inclementes: siempre allí en la orilla como fieles compañeros.
Nos llenamos de aire caliente que escupía chispitas que hervían a cada paso. Extensiones verdes perdiendose a lo lejos en el horizonte , encontrando caballos salvajes desafiando un sol bravío.
Caminaba a mi lado el sonido cálido que guardé desde pequeña atesorado en mi memoria junto a las cosas buenas y sencillas.
Serpenteamos piedras y saltamontes que salían de todas partes como escapados de una red gigante que abría la boca.
Llegamos a la cima envueltos en vítores y pitos que acompasaban la fé de las caras felices que seguían bajo el sol.
He recorrido esos caminos y me he embriagado también de ese olor a hinojo y de la magia ancestral de pito, tambor y chácaras, la misma que he rozado en cada línea de este relato. Precioso.
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