La encontré en la cueva grande de la orilla. Cuando bajó la marea. Entonces si que me atreví a caminar hasta allí, con los pies lamidos por el mar que iba y venía sin descanso.
Todavía hacía calor pero entre mi chapoteo y el choque del agua con las negras rocas lograba de vez en cuando saborear chispas saladas.
También descubrí cangrejos en el camino, que desafiaban al mar enfurecido con patas largas aferradas a la roca en tono de burla.
Allí estaba la caracola semi enterrada. Me esperaba. Llevaba tiempo haciendo noches para recibirme plena con medio cuerpo al aire, desafiando a la luna que, alta, la contemplaba.
Apuré mis pasos para regalarle mis manos regordetas ávidas de espuma y salitre.
La arranqué de allí con premura sabiendo que muy pronto subiría sin control la marea queriendo robarla de mis manos. La cobijé bajo mi ancha camiseta y esquivé espumeantes conchas que llegaban cantando canciones de cuna a mis presurosos pies.
Era mia.
Precioso diseño en tu blog.
ResponderEliminarEsta historia de la caracola me recuerda vivencias similares.
¡me encanta!
Un abrazo.